El hombre es
un ser de la naturaleza pero, al mismo tiempo, la trasciende. Comparte con los
demás seres naturales todo lo que se refiere a su ser material, pero se
distingue de ellos porque posee unas dimensiones espirituales que le hacen ser
una persona.
De acuerdo
con la experiencia, la doctrina cristiana afirma que en el hombre existe una
dualidad de dimensiones, las materiales y las espirituales, en una unidad de
ser, porque la persona humana es un único ser compuesto de cuerpo y alma.
Además, afirma que el alma espiritual no muere y que está destinada a unirse de
nuevo con su cuerpo al fin de los tiempos.
Esta
doctrina se encuentra en la base de toda la vida cristiana, que quedaría
completamente desfigurada si se negara la espiritualidad humana.
La cumbre
de la creación material
A veces se
dice que no puede establecerse un orden entre los seres naturales, como si unos
fuesen más perfectos que otros, y se añade que, en el fondo, una clasificación
de este tipo incurriría en el defecto de ser «antropocéntrica», porque
pretendería colocar al hombre, de manera egoísta, en el primer lugar de la
naturaleza, justificando un uso indiscriminado de los demás seres.
Sin embargo,
prescindiendo de detalles que sólo interesan a las ciencias y sin intentar
justificar cualquier uso de la naturaleza, es evidente que la Iglesia describe
una realidad cuando afirma que entre las criaturas existe una jerarquía que
culmina en el hombre. « La jerarquía de las criaturas está expresada por
el orden de los "seis días", que va de lo menos perfecto a lo más
perfecto. Dios ama todas sus criaturas, cuida de cada una, incluso de los
pajarillos. Pero Jesús dice: Vosotros valéis más que muchos pajarillos, o
también: ¡Cuánto más vale un hombre que una oveja!
La Iglesia
enseña que la creación material llega a su punto culminante en el hombre: «El
hombre es la cumbre de la obra de la creación. El relato inspirado lo
expresa distinguiendo netamente la creación del hombre y la de las otras
criaturas
La creación
material encuentra su sentido en el hombre, única criatura natural que es capaz
de conocer y amar a Dios, y, de este modo, conseguir ser feliz. El mundo
material hace posible la vida humana, y sirve de cauce para su desarrollo. Por
eso, la Iglesia afirma que «Dios creó todo para el hombre, pero el hombre fue
creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación».
El hombre se
encuentra por encima del resto de la naturaleza y puede dominarla, aunque debe
ejercer ese dominio de acuerdo con los planes de Dios. El Papa Juan Pablo II
afirma: «Es algo manifiesto para todos, sin distinción de ideologías sobre la
concepción del mundo, que el hombre, aunque pertenece al mundo visible, a la
naturaleza, se diferencia de algún modo de esa misma naturaleza. En efecto, el
mundo visible existe "para él" y el hombre "ejerce el
dominio" sobre el mundo; aun cuando está "condicionado" de
varios modos por la naturaleza, la "domina", gracias a lo que él es,
a sus capacidades y facultades de orden espiritual, que lo diferencian del
mundo natural. Son precisamente estas facultades las que constituyen al hombre.
Sobre este punto, el libro del Génesis es extraordinariamente preciso:
definiendo al hombre como "imagen de Dios", pone en evidencia aquello
por lo que el hombre es hombre, aquello por lo que es un ser distinto de todas
las demás criaturas del mundo visible».
Imagen de
Dios
Todas las
criaturas reflejan, de algún modo, las perfecciones divinas. Pero, entre los
seres naturales, sólo el hombre participa del modo de ser propio de Dios: es un
ser personal, inteligente y libre, capaz de amar. La Sagrada Escritura, al
narrar la creación, lo pone de relieve diciendo que el hombre está hecho a
imagen de Dios: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó,
hombre y mujer los creó. El hombre ocupa un lugar único en la creación:
"está hecho a imagen de Dios"»
La imagen de
Dios se da en el hombre independientemente del sexo, tal como se advierte en el
relato inspirado donde se dice que la persona humana fue creada por Dios como
hombre y como mujer.
Que el
hombre es imagen de Dios significa, ante todo, que es capaz de relacionarse con
Él, que puede conocerle y amarle, que es amado por Dios como persona. «De todas
las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz de conocer y amar a su
Creador" es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado
por sí misma" ; sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y
el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón
fundamental de su dignidad». Cuando se buscan los factores que distinguen
al hombre de los demás seres naturales, éste es el fundamental: el hombre es
capaz de relacionarse con Dios; sin duda, existen otras diferencias
importantes, pero ninguna es tan profunda como ésta.
El hombre es
persona, no es simplemente una cosa. La persona tiene una dignidad única: nadie
puede sustituirla en lo que es capaz de hacer como persona. Y sólo entre
personas puede darse la amistad y el amor. «Por haber sido hecho a imagen de
Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo,
sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar
en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con
su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede
dar en su lugar»
No tendría
sentido utilizar la ciencia natural para negar, en nombre del progreso
científico, la diferencia esencial que existe entre el hombre y los demás seres
de la naturaleza, alegando, por ejemplo, que el hombre tiene una constitución
material semejante a otros seres y que las diferencias se deberían únicamente a
la organización de los componentes materiales. Por el contrario, la ciencia
natural proporciona una de las pruebas más convincentes acerca de las
peculiaridades del hombre; en efecto, pone de manifiesto que el hombre, a
diferencia de otros seres, posee unas capacidades creativas y argumentativas
que resultan indispensables para plantear los problemas científicos, buscar
soluciones, y poner a prueba su validez. El gran progreso científico y técnico
de la época moderna ilustra las capacidades únicas de la persona humana, y no
tendría sentido utilizarlo para negar lo que, en último término, hace posible
la existencia de la ciencia.
Unidad y
dualidad
Cuando
intentamos comprender nuestro ser, tropezamos con una realidad innegable: que
somos un sólo ser, pero poseemos dimensiones diferentes. «El hombre es una
unidad: es alguien que es uno consigo mismo. Pero en esta unidad se
contiene una dualidad. La Sagrada Escritura presenta tanto la unidad (la
persona) como la dualidad (el alma y el cuerpo)».
La dualidad
es real. No responde a una mentalidad dualista ya superada, de la cual se
podría prescindir en la actualidad. Sin duda, la realidad se puede
conceptualizar desde diferentes perspectivas, y puede suceder que unas fórmulas
representen mejor que otras algunos aspectos. Pero nuestro ser posee a la vez
dimensiones materiales y espirituales, y esta realidad no depende de las ideas
de una época.
En
ocasiones, se afirma que el dualismo sería ajeno a la perspectiva de la Sagrada
Escritura, que subraya la unidad de la persona humana. No puede olvidarse, sin
embargo, que la misma Sagrada Escritura contiene claras afirmaciones acerca de
la dualidad constitutiva del hombre. El Papa Juan Pablo II comenta al respecto:
«Frecuentemente se subraya que la tradición bíblica pone
de relieve sobre todo la unidad personal del hombre (...). La
observación es exacta. Pero esto no impide que en la tradición bíblica también
esté presente, a veces de modo muy claro, la dualidad del hombre.
Esta tradición se refleja en las palabras de Cristo: No tengáis miedo de
los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al
que puede hacer perecer el alma y el cuerpo en la Gehena. Las fuentes bíblicas
autorizan a ver al hombre como unidad personal y a la vez como dualidad de alma
y cuerpo: y este concepto ha sido expresado en la entera Tradición y en la
enseñanza de la Iglesia».
Cualquier
explicación fidedigna debe respetar los datos seguros de la experiencia humana,
que se refieren tanto a la unidad de la persona como a la dualidad de sus
dimensiones básicas. Las dificultades para conceptualizar ambos aspectos a la
vez, indican que el hombre es un ser complejo, y nada se ganaría simplificando
arbitrariamente el problema.
Alma y
cuerpo
Para
expresar la dualidad constitutiva del ser humano, durante siglos se ha
utilizado una terminología ya clásica, según la cual el hombre está compuesto
de alma y cuerpo. La Iglesia ha utilizado esta terminología en sus
formulaciones, introduciendo a la vez las aclaraciones necesarias: por ejemplo,
que alma y cuerpo no son substancias completas, y que el alma es forma
substancial del cuerpo. Cuando la Iglesia habla de alma y cuerpo, se refiere a
las dimensiones espirituales y materiales de la persona humana, que es un ser
único; pero también subraya que el alma espiritual trasciende las dimensiones
materiales y, por tanto, subsiste después de la muerte, cuando las condiciones
materiales hacen imposible la permanencia de la persona en el estado que le
corresponde en su vida terrena.
Frente a los
dualismos exagerados que minusvaloran la dignidad de lo material, la Iglesia
siempre ha enseñado que «El cuerpo del hombre participa de la dignidad de
la "imagen de Dios": es cuerpo humano precisamente porque está
animado por el alma espiritual, y es toda la persona humana la que está
destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el Templo del Espíritu.
En la
Sagrada Escritura, el término alma se utiliza con diferentes significados; a
veces designa la vida humana, o toda la persona. «Pero designa también lo que
hay de más íntimo en el hombre y de más valor en él, aquello por lo que es
particularmente imagen de Dios: "alma" significa el principio espiritual en
el hombre». Éste es el sentido en que se habla del alma cuando se afirma
que la persona humana se compone de alma y cuerpo.
Sin duda, lo
más importante es el contenido de la doctrina; las palabras con que se expresa
pueden variar, siempre que se respete el contenido auténtico de la doctrina.
Con respecto al alma humana, entre «lo que, en nombre de Cristo, enseña la
Iglesia», se encuentra lo siguiente: «La Iglesia afirma la supervivencia y la
subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado
de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo "yo"
humano. Para designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra
"alma", consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la
Tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas
acepciones, opina, sin embargo, que no se da razón alguna válida para
rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente
indispensable para sostener la fe de los cristianos».
Unidad de
alma y cuerpo
El Concilio
Vaticano II expresa la simultánea unidad y dualidad de la persona humana con
una fórmula breve y lapidaria: corpore et anima unus: «Uno en cuerpo y
alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del
mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y
elevan la voz para la libre alabanza del Creador».
La unidad de
la persona humana siempre ha sido enunciada por la Iglesia, frente a los
dualismos exagerados. En uno de los Concilios ecuménicos, se utilizó la
terminología aristotélica para subrayar precisamente que alma y cuerpo forman
una única realidad: «La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se
debe considerar al alma como la "forma" del cuerpo; es decir, gracias
al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y
viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas,
sino que su unión constituye una única naturaleza».
En
definitiva, «el hombre creado a imagen de Dios es un ser a la vez corporal y
espiritual, o sea, un ser que por una parte está unido al mundo exterior y por
otra lo trasciende: en cuanto espíritu, además de cuerpo es persona. Esta
verdad sobre el hombre es objeto de nuestra fe, como también lo es la verdad bíblica
sobre su constitución a "imagen y semejanza" de Dios; y es una verdad
constantemente presentada, a lo largo de los siglos, por el Magisterio de la
Iglesia» .
La persona
humana es una síntesis de lo material y lo espiritual: «en su propia naturaleza
une el mundo espiritual y el mundo material». Una importante consecuencia
de esta doctrina es que las dimensiones materiales son buenas y queridas por
Dios: «La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal
y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico
cuando afirma que Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en
sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente. Por tanto, el
hombre en su totalidad es querido por Dios». El cuerpo es algo bueno,
querido por Dios, y destinado a la vida eterna: «Por consiguiente, no es lícito
al hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que
considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que
ha de resucitar en el último día».
La
espiritualidad del alma humana
En algunas
épocas, la Iglesia ha debido subrayar la bondad del cuerpo, frente a quienes
proponían un espiritualismo que condenaba como malo todo lo relacionado con lo
material. En la actualidad, con frecuencia se debe hacer frente al extremo
opuesto: un materialismo que desconoce las dimensiones espirituales y pretende
reducir al hombre a las dimensiones materiales que pueden ser estudiadas
mediante los métodos de las ciencias empíricas.
En este
contexto, el Papa Juan Pablo II ha subrayado que el hombre se parece más a Dios
que a la naturaleza: «Son conocidas las numerosas tentativas que la ciencia ha
hecho y continúa haciendo en varios ámbitos para demostrar los lazos del hombre
con el mundo natural y su dependencia de él, a fin de insertarlo en la historia
de la evolución de las diversas especies. Respetando tales investigaciones, no
podemos limitarnos a ellas. Si analizamos al hombre en lo más profundo de su
ser, vemos que se diferencia del mundo de la naturaleza más de cuanto se
asemeja a ese mundo. En este sentido proceden también la antropología y la
filosofía cuando intentan analizar y comprender la inteligencia, la libertad,
la conciencia y la espiritualidad del hombre. El libro del Génesis parece salir
al encuentro de todas estas experiencias de la ciencia y, hablando del hombre
como "imagen de Dios", permite comprender que la respuesta al
misterio de su humanidad no se encuentra en el camino de la semejanza con el
mundo de la naturaleza. El hombre se parece más a Dios que a la naturaleza. En
este sentido dice el salmo 82, 6: "Sois dioses", palabras que más
tarde citará Jesús».
El Concilio
Vaticano II enseña: «No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre
el universo material y al considerarse algo más que una simple partícula de la
naturaleza (...). En efecto, por su interioridad es superior al universo
entero». Citando este pasaje del Concilio, Juan Pablo II comenta: «He aquí
cómo la misma verdad sobre la unidad y la dualidad (la complejidad) de la
naturaleza humana puede ser expresada en un lenguaje más próximo a la
mentalidad contemporánea».
La
espiritualidad humana se encuentra ampliamente testimoniada por muchos e
importantes aspectos de nuestra experiencia, a través de capacidades humanas
que trascienden el nivel de la naturaleza material. En el nivel de la
inteligencia, las capacidades de abstraer, de razonar, de argumentar, de
reconocer la verdad y de enunciarla en un lenguaje. En el nivel de la voluntad,
las capacidades de querer, de autodeterminarse libremente, de actuar en vistas
a un fin conocido intelectualmente. Y en ambos niveles, la capacidad de
auto-reflexión, de modo que podemos conocer nuestros propios conocimientos
(conocer que conocemos) y querer nuestros propios actos de querer (querer
querer). Como consecuencia de estas capacidades, nuestro conocimiento se
encuentra abierto hacia toda la realidad, sin límite (aunque los conocimientos
particulares sean siempre limitados); nuestro querer tiende hacia el bien
absoluto, y no se conforma con ningún bien limitado; y podemos descubrir el
sentido de nuestra vida, e incluso darle libremente un sentido, proyectando el
futuro.
En nuestra
época, el materialismo se presenta frecuentemente con un ropaje científico. Suele
argumentar que todo lo humano se relaciona con lo material, y que el hombre es
tan material como los demás seres naturales; sus características especiales se
explicarían mediante la peculiar organización de los componentes materiales.
Añade que la ciencia ya ha explicado muchos aspectos de la persona humana, y
promete que, en el futuro, cada vez explicará mejor los restantes. Sin embargo,
el materialismo es un reduccionismo ilegítimo; intenta explicar toda la
realidad recurriendo sólo a los componentes materiales y a su funcionamiento,
renunciando a cualquier pregunta de otro tipo: este reduccionismo carece de
base e incluso va contra el rigor científico, porque no distingue los
diferentes niveles de la realidad y las diferentes perspectivas que deben adoptarse
para conocerlos.
En otras
ocasiones, las críticas a la espiritualidad humana se basan en la posibilidad
de construir máquinas que igualen, e incluso superen, las capacidades humanas.
Sin duda, las máquinas nos pueden igualar y superar en muchos aspectos, pero
carecen de la interioridad característica de la persona y de las capacidades
relacionadas con esa interioridad (capacidad intelectual y argumentativa,
conciencia personal y moral, capacidad de amar y ser amado, por ejemplo). Los
intentos de equiparar las máquinas con las personas suelen incurrir en una
falacia básica: exigen que se defina la persona humana en función de unas
operaciones concretas que pueden ser imitadas por las máquinas.
La
inmortalidad del alma humana
La Iglesia
afirma, junto con la espiritualidad del alma humana, su inmortalidad: cuando el
hombre muere, el alma espiritual continúa su existencia. La inmortalidad del
alma humana ha sido afirmada en diferentes ocasiones por el Magisterio de la
Iglesia, y el Concilio Vaticano II enseña: «Al afirmar, por tanto, en sí mismo
la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un
espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales
exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la
realidad».
Sin duda, es
imposible imaginar el estado del alma humana separada del cuerpo, porque
nuestra imaginación necesita datos sensibles que, en ese caso, no poseemos.
Pero, por el mismo motivo, tampoco podemos imaginar a Dios, y esto no afecta en
absoluto a su realidad: tenemos la capacidad de conocer las realidades
espirituales, remontándonos por encima de las condiciones materiales.
Aunque la fe
cristiana da especial certeza a esta afirmación, podemos conocer la
inmortalidad del alma a través de nuestra razón. Por una parte, porque si el
alma es espiritual, trasciende las condiciones naturales y seguirá existiendo
incluso cuando esas condiciones hagan imposible la vida humana en su estadio
terrestre. Por otra parte, porque en esta vida la trayectoria moral de las
personas no siempre encuentra la recompensa adecuada. Además, porque no es
lógico que Dios ponga en el hombre unas ansias de felicidad e infinitud que
luego no se puedan satisfacer. Y todo ello cobra especial fuerza cuando se advierte
que el alma humana debe ser creada por Dios y que, por consiguiente, sólo
podría dejar de existir si Dios la aniquilase, lo cual parece incoherente con
el plan divino.
El alma
humana, creada directamente por Dios
La Iglesia
afirma también que el alma humana es creada inmediatamente por Dios. El Papa
Pío XII, a propósito de la aplicación de las teorías evolucionistas al hombre,
advirtió que el cuerpo podía proceder de otros organismos, y señaló que, en
cambio, «la fe católica nos obliga a mantener que las almas son creadas
inmediatamente por Dios». En el Credo del Pueblo de Dios, formulado
por el Papa Pablo VI, se lee: "Creemos en un solo Dios (...) y también
creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal" .
Con esta
doctrina, el Magisterio de la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha salido al
paso de diferentes errores, como el priscilianismo, el traducianismo y el
emanacionismo. Los priscilianos, siguiendo a Orígenes, afirmaban que las almas
tenían una existencia previa y que, como consecuencia de algún pecado, habían
sido arrojadas a la existencia terrenal. Los tradicionistas, queriendo
explicar la transmisión del pecado original, afirmaban que el alma humana es
engendrada por los padres. Según los emanacioncitas, el alma humana es una
parte de Dios.
En nuestra
época, a veces se habla de una emergencia de las características humanas, que
provendrían, en definitiva, de la materia. Pero las dimensiones espirituales no
se pueden reducir a un resultado de fuerzas y procesos materiales, porque se encuentran
en un nivel superior al material. En esta línea, el Papa Juan Pablo II,
recordando la enseñanza de Pío XII a propósito de la evolución, afirma: «La
doctrina de la fe afirma invariablemente, en cambio, que el alma
espiritual del hombre es creada directamente por Dios (...). El alma
humana, de la cual depende en definitiva la humanidad del hombre, siendo
espiritual, no puede emerger de la materia».
El Catecismo
de la Iglesia Católica enseña: «Con su apertura a la verdad y a la
belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su
conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga
sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma
espiritual. La "semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible
a la sola materia". Y remitiendo a las enseñanzas del Concilio Lateranense
V, de Pío XII y de Pablo VI, añade: «La Iglesia enseña que cada alma espiritual
es directamente creada por Dios -no es "producida" por los padres-, y
que es inmortal: no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá
de nuevo al cuerpo en la resurrección final» .
La creación
inmediata del alma humana no significa que otras realidades estén sustraídas a
la acción divina, y tampoco significa un cambio por parte de Dios, que es
inmutable. La acción divina se extiende a todo lo creado, pero en el caso del
alma humana, el efecto de la acción divina posee un modo de ser que trasciende
el ámbito de la naturaleza material. Y ese modo de ser, la espiritualidad, es
lo más característico del hombre: lo que le hace persona, capaz de amar y de
ser feliz, partícipe de la naturaleza divina, sujeto irrepetible e
insustituible que es objeto directo del amor divino.
La
espiritualidad humana y la vida cristiana
La doctrina
de la Iglesia sobre el alma humana no es algo meramente teórico; tiene
importantes repercusiones en muchos aspectos de la vida cristiana.
Por ejemplo,
la vida moral no tendría sentido si no se admitiera la libertad, que supone la
espiritualidad. De hecho, algunas confusiones doctrinales y prácticas arrancan
de esa base: se niega la espiritualidad, se reduce la persona a los
condicionamientos materiales (características genéticas, impulsos instintivos,
condiciones físicas de vida), y se niega que exista auténtica libertad; en
consecuencia, el cristianismo se reduciría a la lucha por unas metas que pueden
ser legítimas, pero que se refieren sólo a la vida terrena. La lucha por
alcanzar la virtud y evitar el pecado no tendría sentido, o en el mejor caso, las
nociones de virtud y pecado deberían reinterpretarse, alterando toda la
enseñanza moral de la Iglesia.
Si no se
admitiese la inmortalidad del alma, tampoco tendría sentido la escatología
intermedia, o sea, el estado de las almas después de la muerte y antes de la
resurrección final. Sin embargo, la Iglesia ha definido solemnemente que el
destino del alma queda decidido inmediatamente después de la muerte, yendo al
cielo o al infierno, o en su caso, yendo al cielo después de la necesaria
purificación. Tampoco tendrían sentido las oraciones de la liturgia de la
Iglesia que se refieren a esa escatología intermedia, ni la intercesión de los
santos (ni, por tanto, las beatificaciones y canonizaciones).
Si se altera
la doctrina sobre el alma, también se alteraría la doctrina sobre Jesucristo,
que tomó cuerpo y alma, bajó a los infiernos después de su muerte, resucitó al
tercer día, y está realmente presente en la Sagrada Eucaristía también con su
alma humana.
El
materialismo, teórico y práctico, es una de las principales fuentes de
confusión en nuestra época. Por este motivo, tiene una especial importancia
profundizar en la doctrina de la Iglesia sobre la espiritualidad humana.
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