La
espiritualidad como necesidad en las sociedades de hoy
En las
sociedades de hoy la espiritualidad constituye una necesidad de primer
orden. El quiebre del conocimiento objetivo es uno de los factores
más importantes. De ahí que si los contenidos genuinos de las religiones
pasadas van a tener aún valor e importancia para nosotros, ello ha de ser como
experiencia espiritual, como conocimiento y valor totales y gratuitos, sin
fondo ni forma. En otras palabras, podremos vivir todo lo religiosamente
genuino que nuestros antepasado vivieron bajo la forma religiosa, pero sin
creencias. Esta es la única forma en la que las religiones podrán “sobrevivir”
en nuestras sociedades de conocimiento, como espiritualidad o cualidad humana
profunda.
El
conocimiento actual operando en base a postulados, funcional y pragmático como
es, necesita de la espiritualidad como fin y objetivo último en términos de
calidad humana y por tanto ya presente para individuos y sociedades ahora y
aquí. Lo necesitamos como sociedades y como individuos, lo necesita el propio
conocimiento, incluso en aquello que tiene de más pragmático y de más
operativo. Porque sin una capacidad para imaginarse, pensar y concebir la
realidad más allá de toda posibilidad pragmática, lo pragmático se siente y el
resultado es limitado en su propio ser pragmático. Y esto, dejando aparte la
frustración que produce, es un límite contradictorio con una sociedad que vive
y tiene que vivir de la innovación y producción continua de conocimiento. De
hecho, así lo están sintiendo ya los científicos punteros. Se diría que éstos,
para pensar en términos cada vez más “realistas” la realidad, sienten la
necesidad de pensarla de manera “no realista” o espiritual que, en el fondo, es
la forma más realista.
La ética es
simplemente necesaria, aún con espiritualidad. Como ambas se ubican en
dimensiones diferentes, una en la dimensión funcional de la vida, la otra en la
dimensión de la gratuidad, la ética es sumamente necesaria. Sin los fines y
objetivos que la ética representa y en función de los cuales define el actuar
humano, individual y social, la sociedad como proyecto humano resulta inviable.
Pero no basta. Por naturaleza y función la ética es procesual, apunta siempre a
un futuro que opera como horizonte y se desplaza como éste, y en este sentido
nunca puede ser realización plena y total en el presente. Sí, la ética no es
realización plena y total aquí y ahora, y el ser humano, una vez que la ha
descubierto, aspira a esta realización aquí y ahora, de manera que no se
realiza si no la logra. Y esta es la realización que le ofrece la
espiritualidad. De ahí que, además de la ética y juntamente con ella, sea
necesaria la espiritualidad.
La
espiritualidad como necesidad comienza a ser real tan pronto se la descubre, si
no antes, con el mismo comienzo de las sociedades de conocimiento. En otras
palabras, la atención y respuesta que demanda es impostergable, tiene que
comenzar con su propio descubrimiento. No se trata de un aporte deseable en
caso de querer hacer individuos y sociedades perfectas, pero sin el cual
individuos y sociedades pueden vivir confortablemente –si se desarrollan
primera y prioritariamente otros recursos y capacidades, como el mismo
conocimiento y la técnica–, y si no confortablemente, al menos con problemas y
conflictos en un grado o nivel tolerables, tal como siempre parece haber
sucedido en el pasado.
La
espiritualidad, que la naturaleza y función del nuevo conocimiento hace surgir
como una dimensión cuyo cultivo es individual y socialmente necesaria, tiene
que estar presente desde ya en la construcción de la sociedad de conocimiento y
ello de una manera transformadora. Y a lo primero que tiene que afectar es al
propio conocimiento, redimensionándolo y enmarcándolo dentro del marco total
que ella constituye y significa. Un reto muy sentido pero nada fácil de
descubrir y formular en sus concreciones, dado que el mismo supone descubrir la
articulación posible y deseable entre espiritualidad y funcionalidad, entre
dimensión absoluta del ser humano y dimensión relativa, y la relación entre
ambas, aunque muy importante y necesaria, es indirecta, no directa, como por lo
demás entre el arte y todo lo que es técnico y funcional.
Como se ve, no
se trata de la necesidad de una revolución más, ésta ya no basta, sino de una
transformación o, mejor aún, mutación antropológica. Es el ser humano el que
hay que cambiar para cambiar su relación con la realidad e incluso ésta. Por
ello la espiritualidad es transformadora y liberadora, la única fuerza
realmente transformadora y liberadora. La única a la altura de la necesidad y
de los retos que de un tiempo a esta parte estamos experimentando. Desde este
punto de vista la creación de condiciones para que la misma se dé, ya que el
hecho en sí de darse no puede ser objeto de nada, debiera ser política de
Estados, de todos los Estados del mundo y si la hubiera de la autoridad que los
representara a todos.
Redimensionando
y enmarcando el conocimiento que hoy tenemos como matriz posibilitadora de
vida, la espiritualidad tiene que transformar todo lo demás, en esa relación
sin embargo indirecta que es la suya con la realidad que llamamos funcional,
esto es, en función de la vida. Creación hacia dentro de sí misma y
transformación hacia fuera son las dos funciones que deben ser connaturales, sí
así se nos permite hablar de función y connaturalidad donde no hay tal, a la
espiritualidad desde que es tal. Como realización máxima del ser humano que es,
ella está llamada a ser la mayor fuerza transformadora de toda la dimensión
cósmica y humana, incluida en ésta la dimensión cultural, social y política. Y
tiene que serlo desde un principio, desde el propio conocimiento que, por así
decir, la hace visible como necesidad y como reto, no después y como un
complemento. Aunque reconociendo que conocimiento y técnica, como toda la
construcción de lo funcional a la vida, son realidades autónomas que en su
dimensión deben construirse de acuerdo a sus posibilidades. La función de la
espiritualidad será de inspiración y fuerza, de identificación a la vez que de
distancia, de realización y transformación.
En cuanto a
la capacidad transformadora de la espiritualidad, ya lo hemos expresado, no hay
otra humanamente superior. Plena y totalmente desinteresada, no tendrá otro
interés que el de la propia realidad a vivir y transformar y lo hará con toda
la plenitud y el ser que es. La espiritualidad en sí misma no tiene proyecto
propio y sí una cualidad que le hace la fuente humana de compromiso por
excelencia: la de identificarse en la unidad con la realidad que descubre como
la realidad es, en su ser más profundo, y la de poder de mantenerse distante de
aquella que la realidad tiene de no tal.
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