Entre las
críticas que reciben los antidepresivos hay una que hace referencia a la
hipótesis serotoninérgica (o monoaminérgica, en general). El argumento es más o
menos que la hipótesis serotoninérgica de la depresión no tiene suficiente base
científica y que, por lo tanto, el empleo de antidepresivos no está
justificado. De entrada, es cierto que no sabemos cuál es el mecanismo de
acción de los antidepresivos y que el mecanismo del que más se habla —que la
depresión está relacionada con una deficiencia funcional de neurotransmisores—
no tiene una evidencia que lo confirme. Pero vamos a revisar brevemente la
historia de los antidepresivos para entender por qué no hay una relación
directa entre la hipótesis serotoninérgica y la utilización de los
antidepresivos.
Los
antidepresivos se descubrieron por un mecanismo que se llama serendipia, que
consiste en que encuentras una cosa cuando vas buscando otra. Así es como se
han descubierto miles de cosas en medicina y en ciencia, desde la penicilina al
Viagra. Todos los psicofármacos se descubrieron de esta manera, por casualidad,
por serendipia. El primer antidepresivo que se identificó fue la iproniacida.
En el año 1952 se observó que producía un efecto estimulante en los enfermos en
los que se usaba entonces, que no eran enfermos psiquiátricos sino pacientes
tuberculosos. A raíz de eso se probó en pacientes deprimidos y en 1957 fue
comunicada su eficacia como antidepresivo por Crane y en 1958 por Nathan Kline.
Surgió así un grupo de antidepresivos que se llama inhibidores de la
monoaminooxidasa o IMAOs.
El otro
grupo clásico de antidepresivos es el de los tricíclicos cuyo primer
representante fue la imipramina. La imipramina fue descubierta por Roland Kuhn,
investigador que iba buscando un antipsicótico. La imipramina tiene una
estructura química similar a la clorpromazina, el primer antipsicótico
descubierto y Kuhn estaba investigando su utilidad como antipsicótico para el
laboratorio Geigy cuando observó su efecto antidepresivo en algunos pacientes
psicóticos con depresión. Sin embargo, Geigy no tenía ningún interés en
comercializar antidepresivos por la sencilla razón de que no había un mercado
para ellos y, aunque se comercializó en Europa en 1958, no le hacía mucho caso.
En los años 50 del siglo pasado se estimaba la prevalencia de la depresión en
un 0,5% mientras que en los años 90 ya se hablaba de un 10% e incluso algunos
dicen que el 25% de la población presenta síntomas depresivos.
El término
antidepresivo fue acuñado por Max Lurie en 1952 pero no se empezó a usar hasta
mediados de los años 60. El diccionario Webster de 1966 no lo recoge todavía. A
la imipramina se la denominó timoléptico y a la iproniazida energizante
psíquico. Al principio, nadie tenía el concepto de que pudiera existir un grupo
de fármacos “antidepresivos” y el mérito de Kuhn (con formación psicodinámica)
tiene que ver con haber seguido esa línea de investigación a pesar de que en la
época ni los psiquiatras ni los psicoanalistas se habían centrado en la
depresión porque pensaban que era rara, comparada con los trastornos de
ansiedad. El gran boom de la depresión llegaría en los años 80 en relación a la
comercialización del Prozac, luego hablaremos de ello. Es curioso que un
accionista de Geigy, Robert Boehringer, le pidió a Kuhn tabletas de imipramina
para tratar a su mujer que padecía una depresión y el fármaco resultó muy
eficaz. Tras esa experiencia personal, Boehringer presionó a Geigy para que
promocionara con más ahínco la imipramina.
El caso es
que a primeros de los años 60 se habían comercializado siete IMAOs y dos
tricíclicos y nadie tenía ni la más remota idea de su mecanismos de acción;
creo que queda claro que la utilización de antidepresivos no tuvo nada que ver
con ninguna hipótesis serotoninérgica sino con observaciones clínicas. Las
primeras hipótesis sobre el mecanismos de acción de los antidepresivos se
lanzan en 1965, principalmente por Schildkraut en un artículo en el American
Journal of Psychiatry, donde propone que la depresión se debe a un déficit
relativo en catecolaminas y en especial de la noradrenalina. Es decir, que la
primera hipótesis que se publica no tiene que ver con la serotonina sino con la
adrenalina. Esto en parte se debió a que desde décadas antes se había
considerado a la catecolamina noradrenalina como una hormona relacionada con el
estrés. Canon en 1929 ya identificó a la noradrenalina y a la adrenalina como
como un factor clave para movilizar la respuesta de “lucha-huida” frente a los
estímulos amenazantes.
Una
observación en la que se basó Schildkraut para proponer su hipótesis fue en el
efecto de la reserpina. La reserpina se había observado que producía una
sedación o “depresión” en animales y se comprobó que vaciaba el cerebro de
catecolaminas. También se observó que esa sedación se podía revertir si se
administraba DOPA o IMAOs o tricíclicos. Hay que decir que todas esta
observaciones se discutieron posteriormente e incluso hay un estudio de 1955
que demuestra que la reserpina es antidepresivo, pero en aquella época era lo
que se pensaba.
NINGUNO DE
LOS INVESTIGADORES SERIOS PRESENTARON ESTAS HIPÓTESIS COMO VERDADES CIENTÍFICAS
IRREBATIBLES SINO COMO LO QUE ERAN, HIPÓTESIS QUE PODÍAN MOVER A UNA MAYOR
INVESTIGACIÓN Y A AUMENTAR NUESTROS CONOCIMIENTOS DE LA NEUROTRANSMISIÓN Y
BIOQUÍMICA CEREBRAL
Fue en 1967
cuando por primera vez Coppen implica a la serotonina en la depresión en el
British Journal of Psychiatry surge la hipótesis serotoninérgica (entre otras
razones porque había observado que añadir triptófano —precursor de la
serotonina— a un IMAO aumentaba su efecto antidepresivo). La serotonina es una
indolamina y la noradrenalina una catecolamina, como hemos dicho, pero tanto
unas como otras son monoaminas, es por eso que ambas hipótesis se pueden
unificar bajo el nombre de hipótesis monoaminérgica de la depresión. En las dos
décadas siguientes se produce una división entre los investigadores americanos
y los británicos formándose dos bandos. Los americanos se dedican a la
noradrenalina y los británicos a la serotonina, pero la corriente mayoritaria
es la que implica a la noradrenalina. Los americanos decían, por ejemplo, que
los antidepresivos tricíclicos bloquean más el efecto de noradrenalina que el
de serotonina y que el papel de la serotonina era secundario. Pero el otro
bando respondía con los estudios de los rusos Lapin y Oxenkrug que decían que
todos los antidepresivos, incluyendo la terapia electroconvulsiva, aumentaban
la disponibilidad de serotinina en el cerebro.
Pero hay
que decir que ninguno de los investigadores serios presentaron estas hipótesis
como verdades científicas irrebatibles sino como lo que eran, hipótesis que
podían mover a una mayor investigación y a aumentar nuestros conocimientos de
la neurotransmisión y bioquímica cerebral. El mismo Schildkraut en su artículo
de 1965 dice que la hipótesis de las catecolaminas es “sin duda, en el mejor de
los casos, una sobresimplificación de un estado biológico muy complejo”. Y todo
el mundo, tanto investigadores como psiquiatras, eran conscientes de las
limitaciones y de las incongruencias de estas hipótesis que no explicaban
muchas cosas. Voy a señalar algunas de estas cosas que no explica:
La
inducción bioquímica de los efectos sobre los neurotransmisores en las sinapsis
es inmediata pero el efecto antidepresivo es tardío (semanas).
No hay
relación directa entre la potencia de acción sobre el neurotransmisor y la
eficacia clínica del producto
Moléculas
muy inhibidoras de la recaptación de aminas (como la cocaína) no son
antidepresivas.
La
disminución de metabolismos de la serotonina en líquido cefalorraquídeo tras el
uso de tricíclicos no se correlaciona con la respuesta clínica.
Y lo más
importante: que no se ha demostrado alteraciones de los neurotransmisores en
los pacientes depresivos de una manera concluyente (tal vez exceptuando la
asociación entre baja serotonina y suicidio).
UN PAPEL
MUY DIFERENTE ES EL QUE HA JUGADO LA INDUSTRIA FARMACÉUTICA EN RELACIÓN CON LA
HIPÓTESIS MONOAMINÉRGICA
Un papel
muy diferente es el que ha jugado la industria farmacéutica en relación con la
hipótesis monoaminérgica. Por un lado, ha sido una herramienta y una hipótesis
que ha guiado el desarrollo de nuevos fármacos y se han buscado fármacos que
actuaran sobre determinados neurotransmisores como guía para dar con
antidepresivos. Pero, por otro lado, la han utilizado como herramienta de
marketing, generando todo una neurociencia-ficción simplista para darle un
lustre científico a sus productos y la han presentado como más basada en la
evidencia científica de lo que realmente era. El Prozac se comercializa en 1987
y los 90 es la época en la que se produce un boom en el uso de antidepresivos y
en el aumento de la prevalencia de la depresión, fenómenos ambos que están
ligados como vamos a ver. Sería largo entrar en ello pero voy a dar algunas
claves pero recomiendo a los interesado el libro Let Them Eat Prozac, de David
Healy.
Una de las
razones del giro de la industria de los ansiolíticos a los antidepresivos fue
el descubrimiento de los problemas de adicción con las benzodiacepinas. Los
Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina (ISRS; el más famoso el
Prozac) podrían haberse comercializado como ansiolíticos o como antidepresivos.
De hecho, tras su comercialización, los ISRS han ido consiguiendo indicación
para varios trastornos de ansiedad: Trastorno Obsesivo-Compulsivo, Ataques de
pánico, Fobia Social… Según Healy, el ambiente generado por la adicción a
benzodiacepinas inclinó a Lilly a desarrollarlo como antidepresivo. Por ejemplo
en Japón donde no hubo ese problema con el uso de benzodiacepinas, en el año
2000 no se había comercializado ningún ISRS y el mercado de las benzodiacepinas
y ansiolíticos seguía siendo fuerte.
EL BOOM EN
LOS ÚLTIMOS AÑOS DE LA HIPÓTESIS SEROTONINÉRGICA ESTÁ MUY LIGADO A LA INDUSTRIA
FARMACÉUTICA Y A ESTRATEGIAS DE MARKETING
Pero la
industria farmacéutica no se dedicó sólo a vender antidepresivos sino que
principalmente se dedicó a vender depresión, lo cual es un principio básico del
marketing: el buen vendedor no vende agua, vende sed (hemos visto múltiples
ejemplos de esta técnica, por ejemplo la de vender gripe aviar para vender
tamiflú). A ello colaboraron los cambios en los criterios diagnósticos de la
depresión en el DSM-III que amplió el concepto de depresión al introducir la
depresión mayor. Como hemos comentado antes, en los años 50 las depresiones
principales eran las melancolías, depresiones graves psicóticas -las cuales
solían requerir ingreso— y no el fenómeno actual de las depresiones
ambulatorias. Se produce entonces un fenómeno que se llama “disease mongering” o
promoción de enfermedades; si yo promuevo la depresión, o el trastorno de
pánico, o la fobia social, o el trastorno bipolar en realidad estoy vendiendo
mis fármacos, si promuevo la enfermedad el remedio se vende solo. Así que el
boom en los últimos años de la hipótesis serotoninérgica está muy ligado a la
industria farmacéutica y a estrategias de marketing.
Todo esto
es muy conocido y se critica mucho así que no me voy a extender más. Pero para
acabar el artículo sí quiero referirme a un cambio legal que ha permitido que
la industria farmacéutica pueda hacer estas cosas que comentamos (como la
promoción de enfermedades), una modificación legislativa que cambió la
asistencia sanitaria de una manera radical y que muy poca gente conoce y, por
lo tanto, algo de lo que no se suele hablar. Me refiero a la enmienda
Kefauver-Harris de 1962 a la ley federal de alimentos y medicamentos de 1938,
que fue una consecuencia de la crisis de la talidomida. Súbitamente, se
comprendió entonces que los fármacos podían ser peligrosos y por ello entró en
vigor la enmienda de 1962, la cual cambió por completo el desarrollo y la
comercialización de fármacos. Esta enmienda provocó cambios en tres áreas:
1- Las
compañías farmacéuticas tenían que desarrollar fármacos dirigidos a enfermedades
específicas. Este punto es clave para lo que estamos hablando. Antes de esta
época se podía comercializar un fármaco como “estimulante” o como
“tranquilizante” o alguna etiqueta general de este tipo. Pero a partir de esta
enmienda tiene que ser un fármaco para la diabetes, para el trastorno por
déficit de atención o para la depresión. Creo que ahora podéis ver la relación
entre la ley y lo que hacen los laboratorios.
2- Los
fármacos sólo estarían disponibles por prescripción médica.
3- La
enmienda obliga a realizar ensayos clínicos aleatorizados controlados (RCT)
para demostrar la eficacia de los fármacos además de la demostración de
seguridad que ya existía.
CASI TODOS
LOS ANTIDEPRESIVOS SON DESCENDIENTES DE LOS DESCUBRIMIENTOS CLÍNICOS DE LOS AÑOS
50, LO QUE LA INVESTIGACIÓN POSTERIOR HA HECHO HA SIDO TIRAR DEL HILO QUE SE
DESCUBRIÓ SIN TANTA SOFISTICACIÓN EN LOS AÑOS 50
Esta ley
tuvo consecuencias positivas indudablemente en todo lo relacionado con la
seguridad de los fármacos pero tuvo también consecuencias negativas en muchos
otros sentidos, porque como se suele decir: “hecha la ley, hecha la trampa”.
Por un lado, la enmienda favorece una visión categorial en vez de dimensional
de las enfermedades, en este caso de las mentales. Anteriormente existía en
psiquiatría una visión más dimensional de los trastornos pero a partir de
entonces se promueve la división en enfermedades diferentes y tenemos en el DSM
al exponente más claro de esta nueva filosofía. Otra consecuencia negativa es
el encarecimiento del desarrollo de fármacos. Los ensayos controlado son caros
y resulta que sólo la industria farmacéutica puede permitírselos.
Anteriormente,
como hemos visto, un investigador o clínico podía observar el efecto de un
fármaco, estudiarlo en un cierto número de pacientes y publicar los resultados
y en muy pocos años o incluso meses el fármaco podía estar en el mercado. Con
el nuevo sistema el desarrollo de fármacos se complica costando muchos millones
y años llegar al mercado. Hay que decir que los principales descubrimientos en
psiquiatría (y en medicina en general) no han procedido casi nunca de ensayos
controlados, como hemos visto. La creatividad no procede de los ensayos
controlados aunque luego estos sean necesarios para consolidar los descubrimientos
o fármacos. La prueba es que casi todos los antidepresivos (y psicofármacos en
general) son descendientes de los descubrimientos clínicos de los años 50, lo
que la investigación posterior ha hecho ha sido tirar del hilo que se descubrió
sin tanta sofisticación en los años 50.
Resumiendo,
este breve recorrido histórico nos muestra que la historia de la hipótesis
serotoninérgica es mucho más compleja de lo que se afirma habitualmente de una
manera simplista. Y desde luego no hay una relación entre su veracidad y el uso
clínico de los antidepresivos. Ha sido una herramienta para realizar nuevos
descubrimientos pero también ha sido mal utilizada y sobredimensionada. En ello
han influido múltiples factores entre los que destacan el papel de la industria
farmacéutica y el papel de la Administración por medio de la normativa para el
desarrollo y comercialización de fármacos.
Referencias
bibliográficas:
References
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