De vez en cuando, es higiénico preguntarse algo tan obvio
como qué significa ser solidario.
No cabe duda que se trata de una pregunta incómoda, porque
según cómo, uno puede llegar a la conclusión de que no lo es y eso puede
despertar la mala conciencia.
Si por solidario se entiende estar implicado activamente en
una ONG, realmente son muy pocos los ciudadanos solidarios, pero si ser
solidario significa pagar religiosamente los impuestos, entonces prácticamente
todos los ciudadanos adultos son solidarios, pero no por amor al prójimo, sino
por imperativo legal.
La auténtica solidaridad comienza, entre otras cosas, con
realizar bien nuestro propio trabajo; el de cada día. Consiste en apostar por
la excelencia y, a la vez, por una labor socialmente responsable.
Ser solidario no es un hecho puntual, ni una aventura de
verano, sino un compromiso tenaz, constante con la propia labor que a uno se le
ha encomendado.
Si uno no hace bien su tarea, eso tiene siempre efectos
en la tarea de los otros y la primera norma de solidaridad consiste en sentirse
estrechamente unido a los otros y en comprender que lo que yo no
realizo correctamente afecta, directa o indirectamente, a los otros.
La primera solidaridad con el prójimo empieza, pues, en
hacer bien nuestro trabajo. Los que creemos en el buen trabajo no dudamos de
las posibilidades que ello tiene para poder ir cambiando el mundo.
Otros entienden que el trabajo es un puro modo de subsistir,
un modus vivendi, pero no un ámbito de transformación de la
realidad. Entonces se sienten llamados a hacer algo gordo, extravagante para
lavar la mala consciencia y seguir viviendo.
La solidaridad entendida como experiencia puntual es un puro
fraude, una excusa para salir airado del examen de la consciencia.
Ser solidario significa tomar consciencia de que las cosas y
los hechos pueden ser distintos de cómo son. Como tal, la solidaridad
lleva implícita la referencia a la elección. No se puede imponer, tampoco se
puede exigir, pero se puede esperar de las personas que toman consciencia
de la realidad en que viven.
Se refiere siempre al compromiso con el otro, trata de seres
humanos y no de gestionar cosas, ideologías, credos y ortodoxias. La actitud
solidaria supone entender y comprender que, bajo la superficie de la
apariencia, de lo políticamente correcto, laten situaciones inhumanas
disfrazadas de verdades incuestionables.
La auténtica solidaridad implica aprender a no confundir.
Para criticar las causas que dan lugar a tener que ser solidarios hay que
empezar, en primer lugar, por conocerlas, saber por qué y cómo se producen
tales situaciones sobre todo para no perpetuar con determinados
argumentos y soluciones lo que se pretende abolir.
La solidaridad que deseamos supone trabajar para
conseguir buenos ciudadanos. Es preciso inculcar en ellos buenas costumbres
a través de buenas leyes. Aquí la educación, los medios de formación de masas y
una legislación con instituciones adecuadas son elementos claves y
determinantes.
La auténtica solidaridad nos hace sentir la impotencia de no
poder abrazar todas las causas hacia la que apuntan los Derechos
Humanos, aunque todas ellas nos indignen. El hecho de que existan
muchas causas y no podamos atender e interesarnos por todas no es razón para
desmovilizarnos y paralizarnos.
Al contrario, esto es lo que hace que nuestra
responsabilidad y nuestro compromiso nos obligue a vivir la solidaridad a
través de elección y de la amistad. Lo que nos impide ayudar a todos es
lo que nos permite que socorramos y nos solidaricemos con unos pocos.
Quizás ésta es la terrible paradoja de la solidaridad, escoger
entre dos alternativas: la de querer abarcar todo y no centrarse en nada ni en
nadie o la de la elección y selección que siempre supone elegir y excluir a
otras causas igual de dignas y urgentes que la escogida.
A la hora de realizar esta elección, es clave considerar el
talento personal, la capacidad intelectual, pues no todos estamos hechos para
lo mismo, sino que cada cual tiene una misión y un tarea que realizar en este
mundo.
Los actos y los gestos de solidaridad son realmente
beneficiosos cuando de verdad sacuden nuestros egoísmos y comodidades, pero
también cuando son un reto al sistema político y a la legislación vigente que
provocan, amparan y dan lugar a esas situaciones que se tratan de paliar desde
la solidaridad.
Cuando la solidaridad trata de ser verdadera y no
apologética afecta al poder, a las formas de ejercer el poder, educa en sentido
crítico al ciudadano y nos permite, en definitiva, vivir mejor.
La solidaridad pues, no es un modo de cumplir con las tareas
que debería realizar la administración del Estado, sino una respuesta crítica,
responsable y constante a las situaciones de miseria que se crean en el mundo.
La solidaridad verdadera no es muda; tiene una vena profética y crítica.
Una sociedad socialmente responsable es la que, de algún
modo, se arroga el derecho de hacer que sus ciudadanos sean cada vez más
solidarios, y estén cada día más comprometidos con los problemas de los más
necesitados.
Ésta es una tarea nada fácil en la sociedad del hiperconsumo
(Gilles Lipovetsky ) en la que nos encontramos, pues ya no es el
sacrificio lo que se encuentra en el centro de la existencia; sino el placer,
el bienestar, el ocio, el gozar de la vida.
Para que la auténtica solidaridad salga a la luz, es
necesario recuperar el énfasis en el sentimiento moral de gratitud, del bien
por el bien, de creer que existe, a pesar de todo, generosidad,
altruismo y solidaridad, más allá de la lógica utilitarista de la sociedad.
Como decía Paul Valéry, el futuro es construcción. No
podemos prever el futuro, pero sí podemos prepararlo, porque está en nuestras
manos. Será, en gran parte, lo que hagamos de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario