Cuando miro a los ojos a mi perro, a mi gato o a cualquier otro
animal, no veo a un animal. Veo a un ser vivo como yo, a un amigo, a un alma que
siente, que sabe de afectos y miedos y que merece el mismo respeto que
cualquier persona.
El poder de una mirada trasciende mucho más allá del sentido
de la vista. Por asombroso que parezca, nuestros nervios ópticos
están íntimamente vinculados al hipotálamo, esa estructura delicada y primitiva
donde se localizan nuestras emociones y
nuestra memoria. Quien mira siente, y esto es algo que también experimentan los
animales.
Si los ojos son la ventana del alma, algo me dice que los
animales también la tienen, porque solo ellos saben hablar con ese lenguaje que
no necesita palabras: es el idioma del afecto y el respeto más sincero.
Todos nosotros hemos experimentado alguna vez lo
siguiente: ir a adoptar a un perro o un gato y establecer de pronto una conexión muy intensa con uno en concreto al
mirarlo a los ojos. Sin saber cómo, nos cautivan y nos atrapan. Sin
embargo, los científicos nos dicen que existe algo más profundo e interesante
que todo esto.
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Los ojos de los animales, una conexión muy antigua
Dos de los animales habituados desde hace miles de años a
convivir con el hombre son los perros y los gatos. A nadie le sorprende ya la
forma tan sabia, a la vez que descarada, que tienen de interactuar
con nosotros. Nos miran a los ojos fijamente y son capaces de expresar
deseos y necesidades a través de todo tipo de arrumacos, de
gestualidades, movimientos de cola y complicidades varias.
Hemos armonizado comportamientos y lenguajes hasta
comprendernos, y esto, no es un acto casual. Es más bien el
resultado de una evolución genética donde unas especies se han acostumbrado a
convivir juntas, para beneficiarse mutuamente. Algo que tampoco nos sorprende
es lo que nos reveló un interesante estudio llevado a cabo por el antropólogo
Evan MacLean: los perros y los gatos son muy capaces de leer nuestras
propias emociones solo con mirarnos a los ojos.
Nuestras mascotas son sabios maestros de los sentimientos.
Pueden identificar patrones gestuales básicos para asociarlos a una emoción
determinada, y casi nunca fallan. No obstante, este estudio nos explica además: las
personas solemos establecer un vínculo con
nuestros perros y gatos muy similares al que construimos con un niño
pequeño.
Los criamos, los atendemos y establecemos un lazo tan fuerte
como si fuera un miembro más de la familia, algo que por asombroso que
parezca, ha sido propiciado por nuestros mecanismos biológicos después de
tantos años de interacción mutua.
Nuestras redes neuronales y nuestra química cerebral
reacciona del mismo modo que si estuviéramos cuidando a un niño o a una persona
que necesita atención: liberamos oxitocina, la hormona del cariño y el
cuidado. A su vez, también ellos actúan del mismo modo: somos su grupo
social, su manada, esos humanos complacientes con los que compartir el sofá y
las siete vidas de un gato.
Nuestras sociedades están aferradas al consumismo, a la
sobreexplotación de los recursos para herir a Gaia, este planeta
Tierra que nuestros nietos deberían heredar con la hermosura de antaño, con sus
ecosistemas intactos, con su naturaleza igual de hermosa, viva y reluciente, y
no con tantas fracturas casi insalvables.
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